Por:
Álvaro González

La ciudad creció y todo el que no pudo
encontrarse un lugar para vivir buscaba un pequeño lote en los lugares más
imposibles de los cerros, sin servicio público alguno. Estos eran los
territorios originales de un Torreón miserable, perdido; invisible a los ojos
de los políticos corruptos que se ufanaban del buen trazo del primer y segundo
cuadro del centro de la ciudad; de la prosperidad algodonera; el crecimiento
industrial y del orgullo de la fundación de la ciudad en los cruces de las dos
vías del tren.
El mercado Alianza era la frontera entre
dos mundos: el de los cerros y el de la gente de la planicie que acudía a
comprar sus provisiones y a divertirse en un sector plagado de cantinas, de
antros y tugurios llenos de prostitutas, de músicos, de charlatanes, de
vendedores de la suerte con cachitos de lotería. Con los años en el extremo del
sector cobró forma la “zona de tolerancia”; paseo obligado de pobres, medianos
y ricos. Cuando la miseria apretaba no había más alternativa para muchas
mujeres que venderse y trabajar para algún proxeneta o “chulo” que la explotaba
mientras fueran jóvenes y tuvieran las carnes más o menos firmes.
LOS
AÑOS OCHENTAS
Para los años ochenta del siglo pasado el
poniente de Torreón ya se encontraba bien establecido como un hormiguero de
miseria, mugre, marginación y el vicio apuntaba como una de las principales
fuentes de vida, porque antes que morirse de hambre hay que venderle el alma
aunque sea al diablo.
Gobiernos municipales como el de Manlio
Fabio Gómez Uranga y Heriberto Ramos Salas emprendieron obras menores como el
pavimentado de callejones, el empedrado de los causes de los arroyos, la
construcción de algunas canchas deportivas en los poquísimos espacios
disponibles. Cada elección se recorría la zona y se prometían algunas modestas
obras, después de todo la gente no pedía mucho; parecía habituada a su miseria,
pero la descomposición social ya afloraba: la droga comenzaba a correr por los
callejones, las pandillas de muchachos se contaban por decenas y la
delincuencia comenzó a crecer con prisa. Una vez que caía el sol era peligroso
transitar por los callejones. Gran parte de las colonias eran territorios donde
la policía municipal no tenía acceso o pasaba de vez en cuando por las pocas
calles transitables.
La miseria nunca ha sido partera de cosas
buenas y si el caldo de cultivo de los viejos males: muchachas adolescentes
embarazadas y sin pareja; muchachos que abandonaban sus estudios básicos para
buscarse un trabajito miserable o simplemente para vagar; familias
desintegradas, con padres ausentes, madres agobiadas por la manutención; el
alcoholismo como una fuga que comenzaba en la adolescencia y a los cuarentas ya
había terminado con la vida de hombres sin futuro posible; la marihuana, los
inhalantes, las drogas más baratas y devastadoras que atrapan a los adolescentes
y a los púberes para destruirlos.
Los gobiernos de los noventas, como el de
Carlos Román Cepeda, se proponen un “rescate” de la zona: se construye una
unidad deportiva en la colonia Compresora; se “remodela” el mercado Alianza
construyendo de ladrillos el hacinamiento, con créditos que nunca se recuperan
y con todo un manoseo de las obras para que resulte de alguna manera negocio;
para que todo aquello siga igual que siempre. Después viene la medida
espectacular; el golpe mediático y moralista: el cierre de la “zona de
tolerancia”, cuando esta ya se había convertido en un hervidero de bichos e
infecciones, donde la mayoría de las prostitutas se habían trasladado a otros antros y cantinas
y el territorio lo dominaban prostitutos ataviados de travestis. La máxima del
folklore y la promiscuidad. El cerrón y la dispersión de los prostitutos por
todo el centro de la ciudad.
Pero aparece un viento de moralidad en el
primer gobierno panista de la ciudad que encabeza Jorge Zermeño Infante, quien
decide crear un parque denominado Los Fundadores en lo que fuera la “zona de
tolerancia”, comprando la mayor parte de las fincas de la colonia Maclovio Herrera, en un trámite
donde varios funcionarios hicieron muy buen negocio. Al final un parquecito
bardado con dos canchas deportivas de usos múltiples y un área ajardinada que
se puso de moda un poco tiempo, para que después la zona volviera a cobrar su
color y su tono; el color y el tono de
la miseria.
Mientras los políticos no atinaban a
comprender la descomposición social y los tamaños del problema, las bandas del
crimen organizado comenzaron a convertir varias de estas colonias en sus
territorios. Ya para el año 2000 colonias como San Joaquín eran territorios casi
inexpugnables, donde no se movía nada si los jefecillos y su tribu de
“puchadores” y de “halcones” no lo autorizaban. Los jefes policiacos
municipales lo sabían pero llevaban en ello beneficios, así que dejaron hacer y
dejaron pasar hasta que el problema reventó en los años siguientes. De esta manera
transcurrieron los gobiernos panistas de Guillermo Anaya Llamas y José Ángel
Pérez.
“EL
PONIENTE ES NUESTRO”
Fue precisamente en el gobierno panista de
José Ángel Pérez que estalla el problema de la seguridad en la ciudad. De
pronto Torreón se convierte en una de las ciudades más violentas e inseguras
del país, con la policía municipal corrompida hasta los huesos; los capos de la
droga peleándose a sangre y fuego el territorio, dejando detrás de sí un
tiradero de cadáveres por todos los rumbos de la ciudad. Es entonces que el
poniente de la ciudad surge como la zona más conflictiva y bajo el control de
las bandas del crimen. Décadas de abandono por parte de los políticos y de los
demás sectores sociales, y una miseria ancestral que venía desde la fundación
de Torreón se estaba manifestando como se manifiesta en todas las zonas de
miseria y marginación: la violencia, el crimen y la descomposición social, en
sentido estricto no había nada de que extrañarse; no eran sino las
consecuencias de una sociedad con una distribución de la riqueza brutalmente
desigual, como lo es todo México.
En la
punta de la ola de criminalidad que azota la región del 2008 al 2011 con mayor
violencia, los políticos y cualquier tipo de autoridad no pueden ingresar a la
zona del poniente. Si ya antes era una parte de la ciudad prohibida para los
extraños, en este periodo se recrudece y aquello se convierte, literalmente, en
un territorio perdido o fallido, como dicen ahora los politólogos y los medios
de comunicación. Solo los habitantes de las colonias pueden entrar y todo queda
bajo el control de las bandas del crimen organizado. Presidentes municipales
como el ya mencionado José Ángel Pérez y su sucesor Eduardo Olmos Castro no
podían entrar a las colonias del poniente y tampoco tenían mucho interés en
ello.
Solo las fuerzas federales de seguridad
realizaban ocasionalmente algún operativo en ciertas horas del día y de manera
ocasional. Los programas federales de
seguridad comenzaron a tratar de hacer algunas pequeñas incursiones e
inversiones igualmente modestas en centros de asistencia social e integración,
pero el esfuerzo fue apenas perceptible.
Aunque a partir del 2012 han comenzado a
bajar ciertas formas de delincuencia, la zona del poniente seguía básicamente
bajo el control del crimen organizado.
Tuvo que darse un cambio de gobierno
estatal y también el cambio del gobierno municipal para que se lanzara, por
primera vez, un proyecto grande de remediación social y una inversión
importante para la construcción de un complejo cultural y deportivo en los
terrenos de la antigua Jabonera La Unión, que se ubica justo en el centro del
sector poniente y tiene nuevas vialidades de acceso.
Inspirándose en el modelo utilizado en
Medellín, Colombia, el gobierno estatal que dirige Rubén Moreira y el municipal
que está a cargo de Miguel Riquelme están buscando crear una nueva infraestructura cultural y
deportiva que impacte de manera contundente al sector, en lo que sería el
primer intento significativo de buscar la reconstrucción del tejido social,
especialmente entre la gente joven, que es donde se ubica la posibilidad de un
cambio social y cultural al mediano y largo plazo.
Este tipo de infraestructura se ha aplicado
de manera exitosa en varias ciudades de América Latina y de México, en zonas de
muy alta marginación social y con problemas graves de descomposición por el
efecto de la inseguridad, la desintegración familiar y el crimen. La
composición del oriente de Torreón tiene mucha semejanza con las llamadas “favelas”
de Rio de Janeiro, Brasil; las “ciudades perdidas” de la zona metropolitana del
Distrito Federal, ciertas áreas de Ciudad Juárez, Chihuahua, y Tijuana, Baja
California, por citar solo algunos ejemplos.
El poniente no es la única zona perdida de
Torreón; existen otras zonas en el oriente donde la pobreza es equiparable,
pero no la inseguridad y la descomposición del tejido social, lamentablemente
la sociedad local y en particular los medios empresariales no sienten un
compromiso social con lo que está ocurriendo ahí, aunque sean especialmente
sensibles con el tema de la inseguridad y la explosión de la criminalidad que
se ha suscitado en los últimos años en la región.
Las iglesias han realizado una mayor
labor, pero su esfuerzo se ha visto diluido por el temor colectivo y la fuerza
de la delincuencia. No es fácil cambiar la ruptura del tejido social cuando
esta se ha rasgado de tal manera.
Jacinto Mendoza es padre de familia, tiene
cinco hijos, dos de ellos adolescentes, ha vivido toda su vida en la colonia
San Joaquín, donde construyó con muchos esfuerzos una casita de cuatro
habitaciones, con la ayuda de algunos de sus patrones que le regalan los
materiales que sobran de las obras donde él trabaja como maestro albañil.
“Tengo cinco hijos, gracias a Dios dos de ellos ya hicieron su vida en Ciudad
Juárez, estoy batallando con los dos más chicos. Es difícil alejarlos de la
bola y de los malosos, uno ya se me estaba enviciando y lo tuve que mandar un
tiempo con sus hermanos de Ciudad Juárez, mi otro hijo, uno de los mayores, me
lo mataron, se metió a cosas que no debía y desgraciadamente terminó mal,
cuando pasó mi mujer se me enfermó y la pasamos, con perdón de usted, de la
chingada, yo la animaba y animaba a los otros muchachos y ellos me decían ya
vámonos de aquí. Lo intentamos pero en la enfermedad de mi mujer gastados lo
poco que teníamos y ya con qué, lo único que alcancé fue a comprar un terrenito
pero ya no se pudo más. Aquí esta cabrón, pa que le cuento si ya lo sabe: el
que no le entra a una cosa le entra a otra y los vecinos nos tratamos de
cuidar, sobre todo a los muchachos y a las muchachas que son a los que primero
enredan en sus cochinadas”.
Alto, corpulento, macizo, con un rostro
curtido por el sol, Jacinto Mendoza fue de los pocos vecinos que accedieron a
hablar con el reportero, todos los demás vecinos se disculparon, algunos de
ellos de manera brusca; otros argumentando que es riesgoso ponerse a hablar de
las cosas que suceden en la colonia. “Yo hablo por mi dolor, expreso Jacinto,
pero nomás no me tome fotos porque pos uno nunca sabe, ya ve lo que pasa todos
los días, o a la mejor muchas cosas ni se saben porque se quedan aquí en las
colonias”.
Cuando se le pregunto a otra vecina de
nombre Ifigenia López por los políticos, se rio con sarcasmo y comentó lo que
aquí casi todos los vecinos piensan: “No esos señores ni la cara les vemos por
aquí, haya de vez en cuando viene alguno, pero llegan rodeados de gentes,
temerosos, prometen que van a hacer algunas cosas, pero ya uno sabe que nunca
van a hacer nada, ya de perdida alguno te trae algún regalo y uno dice, pos
bueno que me lo deje, de algo me ha de servir y además pos al final de cuentas
es algo que sale del gobierno que todos pagamos, pero eso que me dice de que
vengan por aquí, la verdad le echaría mentiras, ya ni me acuerdo cuando vino el
último”.