martes, 15 de julio de 2014

El Torreón perdido

Por: Álvaro González
     Desde el principio la miseria y la marginación ya estaban ahí. Cuando vino el trazo de Torreón a principios del siglo pasado los peones, los migrantes más pobre, los miserables, en una palabra, no pudieron comprar tierra para fincarse una casita en la modernidad que les estaban proponiendo los ricos del pueblo y los políticos de la época. Fueron empujados a los cerros del poniente, donde construyeron jacales con adobe, palmas y cualquier otro material de desecho que se pudiera utilizar. Inicialmente aquellos caseríos se fueron amontonando sobre las faldas de la serranía y poco a poco fueron cobrando nombres y se convirtieron, a los ojos de los políticos, en “colonias”:  Plan de Ayala, Aquiles Serdán, La Alianza, La Aceitera, La Compresora, La Polvorera, La Fe, la Vencedora…compartían su pobreza, sus callejones empinados, los arroyos de aguas negras que corrían a cielo abierto, las manadas de perros callejeros, los chiquillos semidesnudos correteando bajo un sol inclemente sobre los suelos polvorientos, calizos.
     La ciudad creció y todo el que no pudo encontrarse un lugar para vivir buscaba un pequeño lote en los lugares más imposibles de los cerros, sin servicio público alguno. Estos eran los territorios originales de un Torreón miserable, perdido; invisible a los ojos de los políticos corruptos que se ufanaban del buen trazo del primer y segundo cuadro del centro de la ciudad; de la prosperidad algodonera; el crecimiento industrial y del orgullo de la fundación de la ciudad en los cruces de las dos vías del tren.

        El mercado Alianza era la frontera entre dos mundos: el de los cerros y el de la gente de la planicie que acudía a comprar sus provisiones y a divertirse en un sector plagado de cantinas, de antros y tugurios llenos de prostitutas, de músicos, de charlatanes, de vendedores de la suerte con cachitos de lotería. Con los años en el extremo del sector cobró forma la “zona de tolerancia”; paseo obligado de pobres, medianos y ricos. Cuando la miseria apretaba no había más alternativa para muchas mujeres que venderse y trabajar para algún proxeneta o “chulo” que la explotaba mientras fueran jóvenes y tuvieran las carnes más o menos firmes.
LOS AÑOS OCHENTAS
     Para los años ochenta del siglo pasado el poniente de Torreón ya se encontraba bien establecido como un hormiguero de miseria, mugre, marginación y el vicio apuntaba como una de las principales fuentes de vida, porque antes que morirse de hambre hay que venderle el alma aunque sea al diablo.
    Gobiernos municipales como el de Manlio Fabio Gómez Uranga y Heriberto Ramos Salas emprendieron obras menores como el pavimentado de callejones, el empedrado de los causes de los arroyos, la construcción de algunas canchas deportivas en los poquísimos espacios disponibles. Cada elección se recorría la zona y se prometían algunas modestas obras, después de todo la gente no pedía mucho; parecía habituada a su miseria, pero la descomposición social ya afloraba: la droga comenzaba a correr por los callejones, las pandillas de muchachos se contaban por decenas y la delincuencia comenzó a crecer con prisa. Una vez que caía el sol era peligroso transitar por los callejones. Gran parte de las colonias eran territorios donde la policía municipal no tenía acceso o pasaba de vez en cuando por las pocas calles transitables.
    La miseria nunca ha sido partera de cosas buenas y si el caldo de cultivo de los viejos males: muchachas adolescentes embarazadas y sin pareja; muchachos que abandonaban sus estudios básicos para buscarse un trabajito miserable o simplemente para vagar; familias desintegradas, con padres ausentes, madres agobiadas por la manutención; el alcoholismo como una fuga que comenzaba en la adolescencia y a los cuarentas ya había terminado con la vida de hombres sin futuro posible; la marihuana, los inhalantes, las drogas más baratas y devastadoras que atrapan a los adolescentes y a los púberes para destruirlos.
     Los gobiernos de los noventas, como el de Carlos Román Cepeda, se proponen un “rescate” de la zona: se construye una unidad deportiva en la colonia Compresora; se “remodela” el mercado Alianza construyendo de ladrillos el hacinamiento, con créditos que nunca se recuperan y con todo un manoseo de las obras para que resulte de alguna manera negocio; para que todo aquello siga igual que siempre. Después viene la medida espectacular; el golpe mediático y moralista: el cierre de la “zona de tolerancia”, cuando esta ya se había convertido en un hervidero de bichos e infecciones, donde la mayoría de las prostitutas  se habían trasladado a otros antros y cantinas y el territorio lo dominaban prostitutos ataviados de travestis. La máxima del folklore y la promiscuidad. El cerrón y la dispersión de los prostitutos por todo el centro de la ciudad.
    Pero aparece un viento de moralidad en el primer gobierno panista de la ciudad que encabeza Jorge Zermeño Infante, quien decide crear un parque denominado Los Fundadores en lo que fuera la “zona de tolerancia”, comprando la mayor parte de las fincas  de la colonia Maclovio Herrera, en un trámite donde varios funcionarios hicieron muy buen negocio. Al final un parquecito bardado con dos canchas deportivas de usos múltiples y un área ajardinada que se puso de moda un poco tiempo, para que después la zona volviera a cobrar su color y su tono; el color y el tono  de la miseria.
    Mientras los políticos no atinaban a comprender la descomposición social y los tamaños del problema, las bandas del crimen organizado comenzaron a convertir varias de estas colonias en sus territorios. Ya para el año 2000 colonias como San Joaquín eran territorios casi inexpugnables, donde no se movía nada si los jefecillos y su tribu de “puchadores” y de “halcones” no lo autorizaban. Los jefes policiacos municipales lo sabían pero llevaban en ello beneficios, así que dejaron hacer y dejaron pasar hasta que el problema reventó en los años siguientes. De esta manera transcurrieron los gobiernos panistas de Guillermo Anaya Llamas y José Ángel Pérez.
“EL PONIENTE ES NUESTRO”
     Fue precisamente en el gobierno panista de José Ángel Pérez que estalla el problema de la seguridad en la ciudad. De pronto Torreón se convierte en una de las ciudades más violentas e inseguras del país, con la policía municipal corrompida hasta los huesos; los capos de la droga peleándose a sangre y fuego el territorio, dejando detrás de sí un tiradero de cadáveres por todos los rumbos de la ciudad. Es entonces que el poniente de la ciudad surge como la zona más conflictiva y bajo el control de las bandas del crimen. Décadas de abandono por parte de los políticos y de los demás sectores sociales, y una miseria ancestral que venía desde la fundación de Torreón se estaba manifestando como se manifiesta en todas las zonas de miseria y marginación: la violencia, el crimen y la descomposición social, en sentido estricto no había nada de que extrañarse; no eran sino las consecuencias de una sociedad con una distribución de la riqueza brutalmente desigual, como lo es todo México.
  En la punta de la ola de criminalidad que azota la región del 2008 al 2011 con mayor violencia, los políticos y cualquier tipo de autoridad no pueden ingresar a la zona del poniente. Si ya antes era una parte de la ciudad prohibida para los extraños, en este periodo se recrudece y aquello se convierte, literalmente, en un territorio perdido o fallido, como dicen ahora los politólogos y los medios de comunicación. Solo los habitantes de las colonias pueden entrar y todo queda bajo el control de las bandas del crimen organizado. Presidentes municipales como el ya mencionado José Ángel Pérez y su sucesor Eduardo Olmos Castro no podían entrar a las colonias del poniente y tampoco tenían mucho interés en ello.
    Solo las fuerzas federales de seguridad realizaban ocasionalmente algún operativo en ciertas horas del día y de manera ocasional. Los programas  federales de seguridad comenzaron a tratar de hacer algunas pequeñas incursiones e inversiones igualmente modestas en centros de asistencia social e integración, pero el esfuerzo fue apenas perceptible.
     Aunque a partir del 2012 han comenzado a bajar ciertas formas de delincuencia, la zona del poniente seguía básicamente bajo el control del crimen organizado.
    Tuvo que darse un cambio de gobierno estatal y también el cambio del gobierno municipal para que se lanzara, por primera vez, un proyecto grande de remediación social y una inversión importante para la construcción de un complejo cultural y deportivo en los terrenos de la antigua Jabonera La Unión, que se ubica justo en el centro del sector poniente y tiene nuevas vialidades de acceso.
    Inspirándose en el modelo utilizado en Medellín, Colombia, el gobierno estatal que dirige Rubén Moreira y el municipal que está a cargo de Miguel Riquelme están buscando  crear una nueva infraestructura cultural y deportiva que impacte de manera contundente al sector, en lo que sería el primer intento significativo de buscar la reconstrucción del tejido social, especialmente entre la gente joven, que es donde se ubica la posibilidad de un cambio social y cultural al mediano y largo plazo.
    Este tipo de infraestructura se ha aplicado de manera exitosa en varias ciudades de América Latina y de México, en zonas de muy alta marginación social y con problemas graves de descomposición por el efecto de la inseguridad, la desintegración familiar y el crimen. La composición del oriente de Torreón tiene mucha semejanza con las llamadas “favelas” de Rio de Janeiro, Brasil; las “ciudades perdidas” de la zona metropolitana del Distrito Federal, ciertas áreas de Ciudad Juárez, Chihuahua, y Tijuana, Baja California, por citar solo algunos ejemplos.
     El poniente no es la única zona perdida de Torreón; existen otras zonas en el oriente donde la pobreza es equiparable, pero no la inseguridad y la descomposición del tejido social, lamentablemente la sociedad local y en particular los medios empresariales no sienten un compromiso social con lo que está ocurriendo ahí, aunque sean especialmente sensibles con el tema de la inseguridad y la explosión de la criminalidad que se ha suscitado en los últimos años en la región.
     Las iglesias han realizado una mayor labor, pero su esfuerzo se ha visto diluido por el temor colectivo y la fuerza de la delincuencia. No es fácil cambiar la ruptura del tejido social cuando esta se ha rasgado de tal manera.
    Jacinto Mendoza es padre de familia, tiene cinco hijos, dos de ellos adolescentes, ha vivido toda su vida en la colonia San Joaquín, donde construyó con muchos esfuerzos una casita de cuatro habitaciones, con la ayuda de algunos de sus patrones que le regalan los materiales que sobran de las obras donde él trabaja como maestro albañil. “Tengo cinco hijos, gracias a Dios dos de ellos ya hicieron su vida en Ciudad Juárez, estoy batallando con los dos más chicos. Es difícil alejarlos de la bola y de los malosos, uno ya se me estaba enviciando y lo tuve que mandar un tiempo con sus hermanos de Ciudad Juárez, mi otro hijo, uno de los mayores, me lo mataron, se metió a cosas que no debía y desgraciadamente terminó mal, cuando pasó mi mujer se me enfermó y la pasamos, con perdón de usted, de la chingada, yo la animaba y animaba a los otros muchachos y ellos me decían ya vámonos de aquí. Lo intentamos pero en la enfermedad de mi mujer gastados lo poco que teníamos y ya con qué, lo único que alcancé fue a comprar un terrenito pero ya no se pudo más. Aquí esta cabrón, pa que le cuento si ya lo sabe: el que no le entra a una cosa le entra a otra y los vecinos nos tratamos de cuidar, sobre todo a los muchachos y a las muchachas que son a los que primero enredan en sus cochinadas”.
    Alto, corpulento, macizo, con un rostro curtido por el sol, Jacinto Mendoza fue de los pocos vecinos que accedieron a hablar con el reportero, todos los demás vecinos se disculparon, algunos de ellos de manera brusca; otros argumentando que es riesgoso ponerse a hablar de las cosas que suceden en la colonia. “Yo hablo por mi dolor, expreso Jacinto, pero nomás no me tome fotos porque pos uno nunca sabe, ya ve lo que pasa todos los días, o a la mejor muchas cosas ni se saben porque se quedan aquí en las colonias”.
     Cuando se le pregunto a otra vecina de nombre Ifigenia López por los políticos, se rio con sarcasmo y comentó lo que aquí casi todos los vecinos piensan: “No esos señores ni la cara les vemos por aquí, haya de vez en cuando viene alguno, pero llegan rodeados de gentes, temerosos, prometen que van a hacer algunas cosas, pero ya uno sabe que nunca van a hacer nada, ya de perdida alguno te trae algún regalo y uno dice, pos bueno que me lo deje, de algo me ha de servir y además pos al final de cuentas es algo que sale del gobierno que todos pagamos, pero eso que me dice de que vengan por aquí, la verdad le echaría mentiras, ya ni me acuerdo cuando vino el último”.