Por:
Enrique Serna
En una sociedad machista, una mujer en
busca de novio o marido no puede entregarse a un hombre a las pocas horas de
conocerlo: tiene que posponer la entrega hasta la tercera o cuarta cita, por si
acaso el tipo que la corteja es un donjuán fanfarrón. El aplazamiento le sirve,
además, para saber si el galán tiene intenciones serias, o solo quiere
divertirse con ella. Como los buscadores de sexo expedito son impacientes, por
lo general abandonan una conquista cuando la dama no se entrega con rapidez.
Hasta hace poco, estas reglas del cortejo amoroso tuvieron una vigencia
universal, pero su fecha de caducidad está a la vuelta de la esquina. De hecho,
en los países más desprejuiciados y liberales del primer mundo, y en los
islotes contraculturales de todo el planeta, las nuevas generaciones ya las
derogaron. Su sentido orgiástico de la vida y la creciente igualdad entre los
sexos conceden a la mujer el derecho a la liviandad, sin exponerla al
descrédito público. La entrega sexual inmediata revierte la vieja supeditación
del placer físico al entendimiento espiritual: ahora los cuerpos se unen antes
que las almas, pero esa unión no excluye la posibilidad de un amor duradero.
Sería un error pensar que el nuevo mundo
amoroso no tiene reglas. Hace poco un joven amigo que estudia en Frankfurt las
descubrió en una discoteca de moda. Estaba acodado en la barra cuando vio pasar
a una bella punketa de pelo naranja. Fue tras ella con ánimo de ligue, y le
hizo algunas bromas en inglés para iniciar una charla. Molesta por su abordaje,
la chava lo dejó hablando solo. De vuelta a la barra, comentó el incidente a un
amigo alemán. “Ya se cuál fue tu error”, le respondió con un guiño de malicia.
Se levantó a buscar a la punketa y, sin decir agua va, le plantó un beso en la
boca. Complacida, la muchacha se quedó con él toda la noche. Mi amigo mexicano
siguió su ejemplo con una chava recién llegada a la discoteca y horas después
se la llevó a la cama. Según los moralistas de la vieja guardia este
relajamiento de las costumbres tarde o temprano reseca el alma. Pero quizá no
se tan dañino para el espíritu eliminar los cálculos mezquinos y las
precauciones hipócritas que reglamentan el cortejo amoroso en las sociedades
conservadoras. Celosas de su independencia, las noctámbulas alemanas rechazan a
quien las trata como chicas casaderas en busca de relaciones estables. No
consideran un insulto que el varón las quiera solo para una aventura, porque
ellas van al antro con la misma intención aviesa.
La mujer oprimida por una sociedad patriarcal
se ve obligada a proteger su honra con una serie de rituales y barreras que la
colocan en una posición de inferioridad ante sus galanes. Pero al desaparecer
el estigma que pesa sobre la “mujer burlada”, las damas quedan en libertad de
elegir si quieren a un hombre para un rato o para toda la vida. En Europa, los
varones parecen haber aceptado con júbilo este equilibrio de poderes. En
América Latina no está costando más trabajo. De hecho, los amantes desechados
por una mujer que los utilizó para satisfacer un capricho erótico ya empiezan a
lanzar quejas amargas en la canción popular. Como diría el sonero Polo
Montañez, el varón se ha vuelto “una víctima de los antojos” femeninos, lamento
que años atrás solo habría podido proferir un “marica”.
Por desgracia, la incomodidad del macho
latinoamericano frente a la liviandad femenina no solo ha provocado reacciones
cómicas. En teoría, la proliferación de mujeres fáciles debería alegrar a los donjuanes. Pero en lugares
como Ciudad Juárez, muchos hombres se niegan a aceptar que una mujer
independiente decida si una relación será efímera o prolongada. Su orgullo
sangra cuando les ponen un hasta aquí después de haber hecho una conquista,
como si la mujer que los aceptó durante una noche se obligara por ello a quedar
para siempre a sus pies. Mi amigo Eduardo Antonio Parra cree que una buena
parte de los asesinatos de mujeres cometidos en Ciudad Juárez obedece a este
motivo. Según Parra, en los noventa esa urbe era un paraíso para cualquier
varón, pues alrededor de seiscientas mil empleadas de maquiladoras disfrutaban
de una independencia económica saliendo a ligar en los bares de la ciudad. En
choque entre su estilo de vida moderno y la mentalidad obtusa de los machos
norteños fue uno de los principales factores que provocaron la oleada de
feminicidios (me refiero, por supuesto, a los crímenes pasionales sin
premeditación, no a los que cometió una caterva de juniors psicópatas
protegidos por el gobierno local). Educados para tratar con hembras sumisas,
urgidas de escuchar propuestas matrimoniales, se toparon de pronto con un tipo
de mujer que no quería atarse a un hombre y los humillaba con sus veleidades de
picaflor. El privilegio de tener a su disposición miles de mujeres libres
entrañaba una insoportable pérdida de poder que en muchos casos los orilló al
asesinato. El síndrome del galán burlado seguirá cobrando víctimas mientras el
hombre no conceda a la mujer el derecho de usarlo como objeto sexual.